Los griegos sostenían que las características esenciales de la
realidad —los atributos del Ser— son la verdad, la bondad y la belleza, y
que sobre esos pilares está sustentada la armonía del cosmos. En esa
convicción se ha basado hasta ahora la cultura occidental y sus esquemas
de pensamiento.
Pero la ruptura con estos planteamientos en el mundo moderno, y la
inmersión de la contemporaneidad en las tesis nihilistas, es una
evidencia que salta a la vista en todas las dimensiones culturales y sus
múltiples expresiones artísticas. La palabra nihilismo, que antes sólo
circulaba en ámbitos
filosóficos y teológicos, ahora es casi de uso común. Decía M. Heidegger que el nihilismo, el triunfo de la nada y el
vacío, antes que una teoría es un hecho histórico, en el que Occidente y
su modernidad llegan a la realización de su pleno declive: la carencia
de sentido. La raíz del nihilismo está en el carácter superfluo de los
valores últimos,
y en que las grandes preguntas se vuelven caducas y obsoletas.
Desmitifica la razón y rechaza las verdades objetivas, quedando sólo
interpretaciones, perdiéndose así las bases mismas sobre las que se
asentaban los valores (unidad, verdad, finalidad). La religión es
sustituida por cosmovisiones
fantasiosas y ciencias reduccionistas, sin pretender siquiera conferir
sentido a la existencia y a la realidad. «Dios ha muerto», y la
consecuencia es la pérdida de todo punto de referencia. «¿No erramos
como a través de una nada infinita? ¿No nos golpea el espacio vacío con
su aliento? ¿No hace
ahora más frío que antes?», decía con patetismo Nietzsche. Y es que muriendo Dios muere también la idea más noble del
hombre. El nihilismo, pues, es la historia del desfondamiento de la
cultura y de la propia autocomprensión humana.
Estos planteamientos han propiciado el advenimiento de la
posmodernidad, donde autores como G. Vattimo o R. Rorty la definen como
la época del pensamiento débil (argumentación más con el corazón que con
la razón), de la identidad fragmentada (la persona dividida en su
interior), el vitalismo
social (disfrutar de la vida a toda costa) y el indiferentismo religioso
(la cuestión de Dios es mejor no planteársela). En definitiva «la era
del vacío», como diría G. Lipovetsky. Se puede expresar bien en esta visión de hombre light: «Es una persona
superficial que
tiene cuatro ingredientes: hedonismo (placer y más placer), consumismo
(tanto tienes tanto vales), permisividad (haz lo que quieras) y
relativismo (nada tiene importancia)».
El cuestionamiento de gran parte de la actividad
artística actual, que no
entiende ni el ciudadano común ni el culto, y que parece haber
prescindido de cualquier concepto de arte tal y cómo se concebía hasta
ahora, está enmarcado en el contexto de las corrientes nihilistas. El
drama del arte de nuestra época está en la búsqueda obsesiva de la
novedad, la desaparición de
significados inteligibles, la utilización de cualquier tipo de soporte
para la obra, el imperio de lo efímero, y la sintonía con el poder
entendido desde un discurso de cambio permanente. En definitiva, la
claudicación del artista ante la presión de la subjetividad sin ningún
referente objetivo y
la pérdida del sentido de la belleza, considerando que todo es relativo:
«La belleza está en el ojo del espectador». Es la sociedad del
espectáculo, ligada a la dinámica del mercado, donde lo importante es la
puesta en escena, el impacto de la representación que sólo pretende
provocar y
escandalizar. Que
sólo se pueden calificar como bazofia cultural.
Lo bello no está sólo en la mirada del que observa ni es puro
subjetivismo. En la proporción de las notas en una obra musical, en la
simetría de las formas geométricas o en la yuxtaposición de colores
complementarios, existen caracteres objetivos que están en el origen de
las experiencias
estéticas. Todo eso está ahí, como suplicando que lo captemos con la
vista y el oído para hacernos soñar y trascender. La belleza nos impulsa
más allá del objeto mismo, ya sea un fenómeno natural, una obra de arte
o una ley física. Hasta para algunos científicos tener en cuenta
criterios estéticos
en la búsqueda de una ecuación matemática hace más probable el encaje de
la teoría. Se entiende así que para Tomas de Aquino las características
definitorias de la belleza sean la unidad, la armonía y la claridad. El
verdadero arte, incluidas las vanguardias, siempre estará en relación
con el poder
persuasivo de la verdad y la bondad.